Aunque mis amigas me mantenían lo suficientemente ocupada como para pensar, todavía me sentía triste. Un sentimiento desgarrador, que me congelaba y se transformaba en iceberg justo en el medio de mi garganta. Sentía ganas de llorar todo el tiempo. Y cuando digo "todo el tiempo" debe entenderse así. No podía ver una película, ni hablar de temas que supiera de antemano que me iban a conmover, porque una vez que empezaba a llorar ya no había vuelta atrás. Alguien me había hecho daño o yo me había hecho daño.